No sé por qué me sorprende un tanatorio abarrotado de gente un domingo por la tarde. A fin de cuentas, la muerte no sabe de horarios, ni de fechas más o menos propicias en las que desplegar su incansable labor. Uno deambula entre tantos desconocidos como la haría entre la turbamulta que invade una estación de autobuses, un aeropuerto o las desangeladas covachas de la administración pública. Pero a un tanatorio se nos convoca para algo aparentemente más íntimo, algo que siempre les ocurre a otros, nuestros finados, esas sombras definitivas, aplazadas para siempre con ese rigor que solo vagamente parece tener el poder de ralentizarnos, incluso de hacernos detener. En honor a la verdad, el único que se detiene es el muerto. Lo que sí es seguro es que ya ha pasado a engrosar esa turbamulta aún mayor de los que un día fueron, los que existieron de este lado y que acaso no sabían decir, en circunstancias semejantes, otra cosa distinta que esa huera conmoción expresada en un "Es ley de vida".
Al final, uno tiene la sospecha de que todo este asunto de la muerte lo hemos terminado por asumir a base de buenas dosis de indiferencia. Acaso lo menos importante sea el muerto, al que se vuelve la espalda en su soledad sin siquiera echarle un vistazo y sin saber, lógicamente, qué decirle, no vaya a ser que terminemos por poner en tela de juicio nuestra propia cordura. Y acabaremos por volver a casa con la sospecha de habernos enredado unos minutos en una escena absurda e impredecible; nos la sacudiremos de encima, y a otra cosa, mariposa.
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